miércoles, 25 de marzo de 2009

jinete sin cabeza


La leyenda del jinete sin cabeza tiene un punto de partida portentoso, de tintes draculianos. Está ambientada en 1799, y si bien arranca en Nueva York, los vientos, las brumas y los cielos ominosos de Sleepy Hollow, a muchas millas de la Gran Manzana, ganan prontamente el centro de la escena. El detective Ichabod Crane (Johnny Depp) se interna en esa oscuridad –tan semejante a la de Transilvania– tras los pasos de un asesino serial que tiene en vilo a los lugareños. El patrón de la masacre es espeluznante: todos los cadáveres están descabezados. Los locales están convencidos de que un jinete legendario, que murió decapitado, es el autor de los crímenes. Lejos de amenguar con la llegada del policía, el raid sangriento se incrementa. Y el jinete sin cabeza empieza a ostentar su temeraria efigie por las cercanías.
Alguien dijo que el que escribe un gran poema es un gran poeta, y ha de ser así. Tim Burton es un gran director. Ahí está Ed Wood y, por si fuera poco, Marcianos al ataque. Pero también es un director muy desparejo. Acá tropieza con toda clase de problemas, la mayor parte de los cuales podrían considerarse "típicamente hollywoodianos". El primero, el más constante, es que el perfil de Ichabod Crane no comulga ni de carambola con el tono de la trama. Esta es mayormente grave, a la altura de las horrendas muertes referidas con antelación. La actuación de Depp, en cambio, parece concebida para otro film, seguramente una comedia, y es de una ligereza tal que resulta imposible tomárselo en serio. Por supuesto que no es casualidad. Burton lo quiso así, acaso para contrapesar los tramos más truculentos. Pero la cosa no funciona. Y no sólo porque Depp hace al único gracioso, y por lo tanto desentona, sino porque todos o casi todos los chistes que lo rozan hacen vibrar la misma cuerda: su fragilidad. Verlo asustadizo como un pollo puede ser cómico la primera vez, jamás la décima. Y esto sepulta de antemano la posibilidad de acompañarlo después, mucho después, cuando la mano de Burton lo coloque nuevamente en el lugar que ocupaba al comienzo: el de un hombre cabal decidido a cumplir con su tarea.
Por supuesto que el humor puede ser incluido, y bienvenido, en una historia de terror (¡vean La momia si no!). Este mismo film ofrece un buen ejemplo: el detective Crane se considera un "hombre de ciencia" –adhiere al racionalismo por momentos con impertinencia– y recurre a los más absurdos adminículos para llevar a cabo sus diligencias forenses. Pero una cosa es ver a un detective examinando un cadáver con un monóculo payasesco, y otra verlo como un payaso a él. Este Ichabod Crane es el peor que podía tocarle a La leyenda del jinete sin cabeza; degrada su condición terrorífica sin elevarla como comedia. Algo parecido sucede con los rasgos más concretos de este "horror": ruedan tantas cabezas que, al rato de andar, producen el efecto del pastor que gritaba falsamente la presencia del lobo. Nadie se la cree.
Hay muchos otros ingredientes en Sleepy Hollow (tal su nombre original) y ninguno, hecha excepción de la escenografía, los efectos especiales y la fotografía (¡esto hay que decirlo!), da en el blanco. Ahí está Christina Ricci, ese "símbolo del tercer milenio"... haciendo la doncella dieciochesca. ¡Qué afectada! Si hasta parece una colegiala recitando de memoria a Shakespeare para una fecha patria. Y no le han dado un papel menor sino el de Katrina Van Tassel, hija del hombre más acaudalado de la zona y festejante, o algo así, del detective neoyorquino. Algunos críticos quisieron ver en el contrapunto entre el "cientificismo" del protagonista y el "espiritismo" que ronda al jinete y su leyenda un hallazgo sublime, pero mejor sería llamar a las cosas por su nombre. El contrapunto es de lo más raquítico: de un lado el payasesco apego por la ciencia del personaje de Depp; del otro, una saga criminal-fantástica recostada largamente en los efectos especiales y absolutamente hermética. Es decir, insustancial.
Esto nos lleva al desafío fundamental que enfrentaron Burton y su guionista al acometer la novela de Washington Irving. A diferencia del conde Drácula (entre otros), el jinete sin cabeza está floja o nulamente inserto en la memoria colectiva. Además de nutrirse del mito del decapitado-decapitador, el film, de alguna manera, tenía que fundarlo. Y esto es difícil, claro. Pero no imposible. Pienso en la estupenda Vampiros, de John Carpenter, que tenía a un mito poderoso, y muy famoso, en el que recostarse. A diferencia de La leyenda del jinete sin cabeza, Vampiros podría haber sido una buena película sin necesidad de fundar o refundar nada. Pero Carpenter fue mucho más allá. Combinó las populares leyes que rigen desde siempre a los muertos vivos con otras de su propia cosecha, de una potencia y una coherencia arrasadoras. ¡Cuánta distancia!
La última –en todo sentido– clave de La leyenda... es una verborragia que hoy en día pocas, muy pocas películas se permiten. No hay un solo dato importante de la trama que no surja de engorrosas chácharas "orientadas" al espectador (sólo faltó que los personajes mirasen a cámara). Cada nuevo avance en las investigaciones de Ichabod Crane está presidido por copiosas explicaciones de esas que, más que aclarar, oscurecen, manifestando la profunda incapacidad del guión para generar las imágenes que hubieran debido reemplazar a las palabras

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